ADVERTENCIA
A raíz del conocimiento de las pinturas del indígena Juan Gersón, realizadas en 1562 en el convento de Tecamachalco (Puebla), en las cuales abunda un color azul turquesa, surgieron la curiosidad y el deseo de conocer la naturaleza de este material.
En un libro que publicamos en 1964 acerca de estas obras, apareció también el resultado de unos análisis elaborados en los laboratorios de la Comisión Federal de Electricidad, en los cuales se reportó el color azul como un polvo amorfo no identificable por refracción a los rayos X. Unos meses después de que salió el libro, supe que se trataba del llamado azul maya, y que ya en esta época había despertado la curiosidad de varios investigadores estadounidenses, cuyos trabajos no tuve oportunidad de leer entonces. El interés por esta sustancia permaneció latente durante largo tiempo, y renació con cierto vigor hace unos años al estudiar el trabajo de los indígenas pintores de conventos del siglo XVI.
Hoy, después de hurgar en su historia y en casi todos los trabajos científicos realizados para aclarar su escurridiza naturaleza, ofrezco a los lectores la solución a dos de las mayores incógnitas que encierra esta sustancia extraordinaria que es el azul maya, creación de los pintores prehispánicos,
También aclaro otros aspectos no menos importantes que serán aportativos para todos a quienes les interese la vida y la historia de los indígenas prehispánicos, creadores de un color intensamente atractivo y de propiedades peculiares que no posee ningún pigmento elaborado por otros pueblos.
Con argumentos históricos irrefutables, aclaro cómo y por qué existen una o más arcillas en el pigmento azul producido hace mil doscientos años, aproximadamente, en una zona arqueológica que, en forma tentativa, podría situarse en tierras de Chiapas o del Petén guatemalteco. Su empleo, con varias interrupciones provocadas por disturbios sociales, se extendió casi hasta finalizar el siglo XVI, periodo en el que, al parecer, se perdió la tradición para elaborar este pigmento.
Cabe aclarar que el índigo producido con hojas de añil utilizado como colorante de telas en azul oscuro tuvo una explotación importante en Centroamérica y menor en la Nueva España hasta mediados de este siglo. Lo que desapareció es el pigmento prehispánico de color azul turquesa, el cual no posee propiedades tintóreas pero sí una resistencia y una estabilidad a los agentes atmosféricos, propiedades que le han permitido resistir el paso de los siglos en pinturas murales, esculturas, piezas de cerámica y algunos códices.
Por otro lado, la síntesis y la fabricación industrial de un colorante semejante, llamado flor de añil, añil en piedra o simplemente añil, desplazó del mercado al producto natural como colorante de telas, haciendo que se olvidara, con mayor razón, al pigmento prehispánico, parte de cuyos secretos más importantes se develan en este trabajo.
Asimismo, se plantean los problemas que ofrece el empleo de este material pictórico para el arqueólogo y el historiador, ya que su origen, el sitio y el tiempo en que pudo iniciarse su producción están rodeados de incertidumbre.
Además de la investigación histórica que ha permitido resolver las incógnitas fundamentales que han preocupado a todos los investigadores, se propone un método para elaborar un pigmento azul que no sólo posee las características del material arqueológico sino, también, sus propiedades, aparte de que debe ser muy semejante o idéntico al ancestral.
A diferencia de cuantos han producido el azul maya con índigo sintético, en este trabajo se han utilizado únicamente las hojas de la planta del añil, agua y las arcillas que, según se explica por medio de los datos históricos, debió contener el agua turbia empleada por los indígenas mesoamericanos.
Se propone también una posible explicación del porqué de la variación que presenta el color en algunas zonas arqueológicas.
Estoy seguro de que este trabajo aclarará las dudas de los investigadores de diversos países en los que se han estudiado el pigmento a partir de 1931, hace ya sesenta y dos años. La preparación del producto con el método aquí propuesto en torno a este color prehispánico.
Finalmente, en el último capítulo, se proporcionan los análisis realizados en ocho muestras del pigmento azul maya arqueológico, por medio de la espectrografía de infrarrojo mediante las transformadas de Fourier, proceso matemático que permite examinar sustancias orgánicas en extremo complejas y obtener simultáneamente su interferograma. Con lo cual se disipan ya buen número de las dudas que se habían presentado en el pasado, entorno al elemento generador del color azul turquesa y que es añil. Esto no quiere decir que se hayan resuelto todos los problemas de azul maya. Si se examinan con cuidado los interferogramas, se observarán cuatro ejemplos que ofrecen ciertas variaciones que tentativamente se han asignado a la presencia de una o más arcillas asociadas a la paligorskita. Es posible que así sea, pero también cabe la posibilidad de que haya habido alguna alteración en la preparación del proceso primitivo, y por tal no me refiero a ineficiencia de los pintores, sino a la posible introducción de una variante.
Es curioso que las cuatro variaciones correspondan a pigmentos arqueológicos azules de la época postclásica (después del siglo XI o XII), como son los de Cacaxtla, Templo Mayor y Santa Cecilia, y el pigmento azul (maya) del siglo XVI correspondiente a Tecamachalco.
Obsérvense los espectros números 1 y 8 y se notará la diferencia que hay con los obtenidos de las zonas maya de Bonampak y Cobá en relación con los del centro de México, Cacaxtla, Templo Mayor, Santa Cecilia y Tecamachalco. La ingeniera química Lilia Palacios Lazcano se ha propuesto profundizar en el estudio del azul maya para acercarse más al conocimiento de los azules mayas de la arqueología mexicana, así como a los de conventos del siglo XVI.